YA NO HE VUELTO A FUMAR
Ya hacía tiempo que mi hermano y yo andábamos detrás del
abuelo para robarle un cigarrillo. Así podríamos jugar con los mayores, que
siempre nos preguntaban si sabíamos fumar, antes de dejarnos ir con ellos.
Pero quitarle un cigarrillo al abuelo no era fácil, y además
había que encontrar un lugar seguro donde fumarlo. Salíamos corriendo de la
escuela y no parábamos hasta llegar a casa. Lanzábamos nuestras carteras por
los aires, dejando la entrada llena de libros, hojas y libretas desparramados
por el suelo. Pero cuando entrábamos en la cocina, el abuelo ya estaba allí,
tomando su café y fumando; el paquete de tabaco y las cerillas encima de la
mesa.
Nos estábamos muy quietos, mirándole, mientras él, una vez
apuraba su cigarrillo, salía de la cocina olvidando el tabaco y las cerillas,
no sin mirarnos antes con cierto aire de sospecha. Y mientras nosotros
dudábamos, aparecía la abuela, y con cara de pocos amigos recogía la mesa.
- Tenemos que atrevernos ya – le decía a mi hermano cuando
la abuela no nos oía.
- Mañana antes de que la abuela venga, vas y la entretienes
– me respondía él.
Al día siguiente, cuando el abuelo se fue, salí de la cocina
con él, y al cruzarme con la abuela le pregunté si habían terminado las obras
de la plaza, que ya llevaban un tiempo acabando de arreglar las aceras para que
los niños pudiesen jugar. Ella me respondió con un “quéseyo”, y entró en
la cocina. Cuando regresó, mi hermano venía con ella y un aire triunfal en los
ojos.
Al acabar la merienda fuimos a ver como había quedado la
plaza. La acera era mucho más ancha y teníamos más sitio para jugar. En una
esquina, habían dejado olvidada una caja de cartón que me sacaba al menos dos
cabezas. Sin pensarlo, pusimos la caja boca abajo y como si fuese una cabaña, nos
metimos dentro. Mi hermano sacó el cigarrillo y un par de cerillas del bolsillo
de su chaqueta.
-
¡Ten mucho cuidado! – le dije. – ¡No nos vayamos a
quedar sin cerillas!
Encendió la primera cerilla raspándola contra el suelo, y se
le apagó. Un poco más nervioso, sacó la segunda, y tras unos instantes de duda,
la encendió, se colocó el cigarrillo en la boca, lo acerco a la llama y comenzó
a chupar como hacía el abuelo, mientras el humo llenaba la caja y él no paraba
de toser.
-
¡Pásamelo, pásamelo!. ¡Déjame a mí, no se vaya a apagar!
– le decía yo, mientras él seguía tosiendo.
En cuanto di la primera calada un sabor asqueroso, como a
piedras con arena, me lleno la boca, y al tragar el humo un tremendo picor en
la garganta me hizo toser casi más que mi hermano, que parecía a punto de estallar.
Así entre calada y calada, risas, nervios, toses y mareos,
yo me preguntaba si había merecido la pena aquel esfuerzo y pensaba que quizá
ir con los mayores no fuese tan importante. En estas estábamos cuando alguien
levantó la caja y nos dijo:
-
¡Pero muchachos!. ¿Qué hacéis ahí dentro?.-
Me pareció que no había pasado ni un minuto, cuando el
abuelo llegó a la plaza y nos llevó a casa arrastrándonos de las orejas,
mientras nos gritaba que a quien se le ocurría fumar, que era malísimo y que no
había visto a un par de tontos más tontos que nosotros. Entre jipido y jipido
yo le replicaba que él también fumaba, no entendiendo muy bien por qué nos
llamaba tontos.
A la semana siguiente, fue mi cumpleaños, y me regalaron un
cartón de tabaco y una caja de cerillas. Desde entonces ya no he vuelto a
fumar, y creo que mi hermano tampoco.