Ya, ya sé que estamos acercándonos al invierno, pero por eso mismo quiero compartir con vosotros esta pequeña historia que transcurría todos los veranos. Esta semana os dejo la primera parte.
Vacaciones de Verano (I)
Recuerdo con nostalgia, cuando de pequeño se acercaba la época de las vacaciones de verano. Un par de semanas antes de terminar el colegio ya estaba pensando en ellas, y un cosquilleo en la boca del estómago hacia que no pudiese conciliar bien el sueño. Mis vacaciones eran las más especiales del mundo. Especiales no sólo por el lugar al que íbamos y por lo que allí hacíamos, si no también por el emocionante viaje con el que empezaban. Yo siempre presumía ante mis amigos, que mi viaje era el más largo de toda la clase.
Al día siguiente de terminar el colegio, nos íbamos, y recuerdo a mi madre pasarse todo el día poniendo lavadoras, tendiendo ropa y planchando, con una vieja plancha de acero. Podía pasarme horas viéndola allí, con aquel aroma entre a limpio y lavanda que nos acompañaría todo el mes. Mientras tanto mi padre dejaba preparada su vieja maleta, de color gris oscuro y tamaño familiar. Allí meteríamos la ropa de los tres para un mes de vacaciones: la de mi padre, la de mi hermano y la mía. Era mágico el momento en el que mi padre metía y metía cosas dentro y por muy llena que la maleta estuviese, siempre cabía algo más.
Por la tarde, nos daban un buen baño, ropa limpia, y a cenar. Llegado el momento nos despedíamos de mamá y nos íbamos andando camino de la estación. “¡Fíjate, ya es casi de noche!”, le decía a mi hermano sin casi poder contener la emoción. Cuando la luz del faro del tren expreso, procedente de San Juan de Nieva, hacía su aparición a lo lejos, pensaba que el corazón se me iba a salir por la boca. Detrás del faro aparecía la vieja pero compacta y robusta locomotora, de color verde y amarillo, con su resoplar metálico, tirando con fuerza de una corta serie de vagones, que sabíamos más adelante se haría inmensa. El coche litera, el coche restaurante, el coche de primera, y el coche turista: “¡El nuestro!”. Creo que hasta mi padre se ponía nervioso para subir.
Al entrar en el vagón, un estrecho pasillo al lado derecho y en el izquierdo las puertas de los compartimentos. “¡Aquí, aquí papá!” decía mi hermano. “¡Este es el que nos toca!”. Los compartimentos con sus ocho asientos de escay azul, tenían las paredes forradas de madera, con algunas fotografías en blanco y negro de lo que yo suponía eran ciudades por las que pasaríamos. “¿Nos ha tocado ventana?”, preguntaba yo. Que nos tocase ventana era muy importante no sólo porque nos permitiría ver las distintas, sino porque bajo la ventana había colocadas estratégicamente dos mesitas plegables, sobre las que poder jugar y, llegado el caso, dormir si el compartimento iba muy lleno.
Una vez acomodados el tren iniciaba su marcha puntualmente a las diez de la noche. La primera parada sería en la estación de Oviedo, donde enlazaríamos con el expreso procedente de Gijón, formando, ahora sí, una sucesión infinita de vagones. Luego la subida al puerto Pajares, y aunque mi hermano y yo teníamos la secreta esperanza de permanecer despiertos, para por fin saber el número de estaciones por las que pasábamos, siempre nos despertábamos sobresaltados con las voces de un hombre que se desgañitaba a vender bocadillos, cervezas y coca-colas. ¡Habíamos llegado a la estación de León! ¡Eran las dos de la madrugada y nosotros estábamos despiertos!.
Qué estación más grande y deslumbrante la de León, y ¡ cuánta gente y de cuantos tipos diferentes!. “¡Fíjate, fíjate en aquel!. ¡Se ha bajado a comprar algo y como se descuide va a perder el tren!”. Nuestra inocencia no nos dejaba entrever que el hombre que vendía los bocadillos y las bebidas en el tren lo hacía a un precio bastante más caro que si te bajabas y comprabas algo en la cantina. Ya más tranquilos era cuando nos fijábamos que en el compartimento había un para de personas más, comiendo algún tentempié. Y cuando mirábamos a mi padre, le veíamos abriendo una bolsa donde mamá nos había dejado unos bocadillos de chorizo y un termo de agua.
Luego, el silbato del jefe de estación, la sirena del tren y de nuevo el lento resoplar de la pesada maquinaría. Pese a nuestros esfuerzos, poco a poco el traqueteo nos iba meciendo en un profundo sueño, y no era hasta llegar a Medina del Campo o Arévalo que la luz del amanecer nos despertaba. Y allí era donde yo realmente me quedaba fascinado, entre destemplado y dormi-despierto, viendo surgir una inmensa bola naranja de la lejanía de interminables campos de girasoles. “¿Cuantas pipas sacarán de aquí?”
Al acercarse a la estación de Ávila, el tren aminoraba su marcha, y mi padre aprovechaba para tratar de peinarnos reflejados en el cristal de las fotografías en blanco y negro que adornaban el compartimento. ¡Y por fin habíamos llegado! “¿Cuántas horas de viaje llevamos, papá?”. “Nueve” nos respondía él. “¡Nueve horas!. Mis compañeros de clase no se lo van a creer. ¡Y todas de noche!”, pensaba yo emocionado. Pero el viaje todavía no había terminado
Angel 10/12/2012